Imágenes de espíritus pintadas en láminas de corteza
1 de junio, 2017
—Tómenlas —dijo Watofo en enero de 2006, jadeando por su esfuerzo para hablar—, sáquenlas de la casa.
Fato frunció el ceño; el chamán hewa, Watofo, perdía y recobraba la conciencia con las fiebres, pero ahora estaba siendo incoherente. Fato, Waina y Kifeson habían recibido la noticia de que su pariente estaba enfermo, entonces tuvieron que caminar hasta su aldea para verlo, pero ahora Fato sentía que la terrible sombra de la desesperanza ascendía por su estómago y su pecho, y luego se manifestaba con una oleada de mareos.
—No te quedes mirándome —dijo Watofo, pero luego comenzó a toser. Fato esperó mientras Watofo apretaba sus brazos contra su pecho, evidentemente tratando de aliviar el dolor que le quemaba los pulmones. Finalmente la tos se detuvo, y Watofo se acostó en posición fetal, con cada músculo de su cuerpo tenso por la agonía. —No puedo hacer esto más.
Fato no sabía qué pensar y se volvió para mirar a Kifeson. Watofo era uno de los maestros espirituales. Era alguien que había aprendido el arte de armonizar el reino de los espíritus. Él había demostrado ser poderoso para detener la muerte con su práctica de ofrecer sangre de cerdos a los espíritus benévolos. Todos respetaban su capacidad para ahuyentar a los espíritus malignos que acechan en los valles alrededor de su aldea, pero ahora era él el que había sido comido por los espíritus. Fato no sabía cómo ayudar, y era evidente por la mirada perpleja de Kifeson que él también se estaba ahogando en la confusión. Era demasiado tarde para llamar a un chamán de una aldea diferente –simplemente estaban demasiado lejos.
Después de un rato, los brazos y el cuerpo de Watofo se relajaron, pero sus ojos se dilataron por el miedo. —Ellos no me dicen qué hacer —dijo con los dientes apretados.
Fato se inclinó hacia adelante, desde donde estaba sentado en el suelo junto a su pariente. —¿Quiénes son los que no te dicen? ¿Qué es lo que no te dicen? Los ojos de Watofo se dilataron aún más y luego gimió y movió su cabeza para mirar hacia el piso de listones en que estaba acostado.
Fato se sentó mirando cómo las costillas de Watofo subían y bajaban con un patrón de respiración superficial. Él ya había visto esta misma respiración rápida en otras personas que estaban a punto de morir. Evidentemente los espíritus malignos lo habían emboscado y se habían comido su alma, algo que no le podía pasar a un chamán. Fato nunca había pretendido saber las respuestas; simplemente había seguido los consejos y las órdenes de los diferentes líderes espirituales, sin tener en cuenta que ellos también podían ser vulnerables. Entonces se le ocurrió algo:
—Mataré un cerdo —propuso él—, he ayudado a dar la sangre de cerdos a los espíritus contigo antes. Yo sé qué debo hacer.
—No —dijo jadeando Watofo, pero luego empezó a toser de nuevo.
—Kifeson puede ayudarme —dijo Fato. Hemos ayudado a ofrecer muchos sacrificios, estoy seguro de que podemos recordar las palabras apropiadas.
Watofo apretó su pecho y se encogió de nuevo pues la tos lo dominó. La tos continuó hasta que Watofo comenzó a sentir náuseas, lo que provocó que saliera sangre de su boca.
Fato y Kifeson se levantaron de un salto y se quedaron mirando al moribundo, al igual que Fauwa, el hijo mayor de Watofo. No hacía mucho tiempo que la esposa de Watofo había muerto, y ahora Fato observaba cómo su hijo, Fauwa, se secaba las lágrimas y trataba de impedir que su barbilla temblara.
Pero entonces Watofo hizo un gesto con su mano y forzó las palabras a través de sus labios rojos por la sangre: —No, no —susurró.
Fato estaba angustiado. —Pero no hay otra manera.
—¡No, no, no! No más. Ellos no se preocupan por nosotros. Ellos prometieron que nos librarían de morir, pero ahora veo que no nos salvan; solo están engañándonos.
Los ojos de Fato se dilataron de miedo. —¿Quiénes nos engañan?
Luego Watofo trazó en el aire un arco grande con su brazo hacia las imágenes pintadas de espíritus que cubrían las paredes de la choza de los espíritus. —Nosotros danzamos para ellos; tocamos los tambores para ellos; les damos la mejor grasa del cerdo, y sin embargo, cuando los necesitamos, nos dan la espalda; solo se burlan de nosotros.
Fato se quedó mirando las imágenes que estos chicos habían pintado bajo la atenta mirada de Watofo. Una de ellas era del espíritu del árbol de pino, otra era de los espíritus de los perros. Una era de dos hermanas ancestrales, otra era del espíritu de la zarigüeya. Seguramente uno de ellos sentiría lástima y aceptaría la sangre de cerdo.
—Quítenlas —dijo Watofo, repitiendo lo que había dicho antes—. No quiero que se alegren mientras muero. Rómpanlas en pedazos y quémenlas en una hoguera.
Fato estaba estupefacto; nunca había oído a nadie hablar mal de los espíritus benévolos, especialmente a un chamán.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Watofo, arriesgándose a tener otro ataque de tos. Sus ojos se entrecerraron. —¿Por qué esperan?
Fato y Waina estaban de pie, pero Fato temía enojar a los espíritus serviciales. Sin embargo, Kifeson no estaba tan dominado por el miedo, y le hizo señas al hijo de Watofo, Fauwa, para que le ayudara a romper los bejucos que sostenían las láminas de corteza en la pared. Ellos se las arreglaron para soltar una imagen, y Fato ahogó un grito cuando esta cayó y se dobló por su propio peso, cayendo al dividirse por la mitad; otra cayó, y luego otra. Kifeson no parecía preocuparse por las consecuencias, pero Fato no era capaz de deshonrar a los espíritus de esta manera. Nada semejante se había hecho antes.
—Ahora sáquenlas de aquí —ordenó Watofo. Su voz era apenas un poco más fuerte que un susurro, pero su intención sonó clara. Luego sus siguientes palabras casi detienen el corazón de Fato. —Cambié de opinión. No se limiten a quemarlas. Tengo una idea mejor, llévenlas directamente a la choza menstrual y profánenlas poniéndolas en el suelo. Hagan que las mujeres las pisen; ¡esas cosas no se merecen nada mejor que ser contaminadas por la sangre de las mujeres y ser abandonadas para que se pudran!
Fato contuvo el aliento, temiendo un desastre repentino; tenía ganas de salir huyendo por la puerta y correr tan rápido como pudiera. ¿Y si los espíritus deciden matarme a mí también? ¿Y si su ira aniquila a toda la población hewa? Se acostó con pavor esa noche, y decidió escapar tan pronto amaneciera. Antes había admirado, e incluso había temido, a Watofo, pero ahora no sabía qué pensar. ¿Pueden los espíritus realmente estar jugándonos una mala pasada? ¿Es posible que todos estemos condenados? Si los espíritus no estaban enojados antes, con seguridad estarían enfurecidos ahora.
Watofo murió esa noche y fue enterrado pronto, cerca de su choza de los espíritus. Su hijo, Fauwa, y otros hijos huyeron a la aldea de Fato como huérfanos, pero su hermana menor murió con la misma enfermedad durante la larga caminata, y luego dos más murieron en cuanto llegaron. Luego Fato, su esposa, sus hijos y el padre también se enfermaron gravemente. Fue solo por la misericordia de Dios que los medicamentos llegaron justo a tiempo para salvar sus vidas.
Más tarde, Fato adoptó a Fauwa y a sus hermanos menores, y por la gracia de Dios el Evangelio fue enseñado en su aldea en el año 2008. Fato guió a su aldea a confiar en Jesús para la vida eterna –no para escapar de la muerte aquí en la tierra, como prometieron los antepasados, sino para una eternidad llena de gozo con Dios en Su nuevo cielo y Su nueva tierra. Fato, Waina y Fauwa han crecido en la fe y han desarrollado una pasión por enseñar la Palabra. Ora por estos hombres y pídele al Señor que lleve verdadera confianza en Jesús a todas las aldeas de la etnia hewa y más allá.
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