28 de septiembre, 2018
“¿Mamá?… ¿mamá?”
Mis preparativos de último momento para una cena el viernes por la noche con unos amigos se vieron interrumpidos por la voz insegura de Iván mientras colocaba su mano izquierda sobre el fregadero de la cocina en frente de mí. Aunque tardé unos instantes para darme cuenta de la gravedad de su herida, supe de inmediato que su cuarto dedo había sufrido algún trauma.
Llamé a Jared con creciente intensidad mientras la sangre goteaba en el fregadero de la cocina y me di cuenta de que la punta del dedo de la mano de Iván no estaba, debajo de la uña había un vacío.
Los siguientes minutos fueron confusos mientras vendábamos la herida con una gasa, metíamos la punta del dedo cortada en una bolsa de plástico, saludábamos a nuestros invitados a la cena (y nos excusábamos), pagábamos la pizza que había sido traída, y salimos a buscar una sala de emergencias local. Durante todo el tiempo un sentimiento crecía dentro de mí… No otra vez; ¿por qué nosotros? ¿Por qué ahora? ¿Qué sigue? ¿No hemos tenido ya suficiente?
El hospital local no pudo tratar la herida y nos remitió a otro hospital general de una ciudad más grande, a una hora y media de distancia. Organizamos el transporte y nos dirigimos con incertidumbre al sitio recomendado. Durante las siguientes horas nuestras mentes se llenaron de dudas, preguntándose cuál era el curso de acción más inteligente en esta situación que requería de una respuesta rápida. Temores de infección, de un trauma mayor, de una “discapacidad” de por vida que podría dificultar la participación de Iván en ciertas actividades como tocar guitarra, practicar deportes… todo esto consumía mis pensamientos mientras conducíamos el carro, orábamos y tratábamos infructuosamente de ponernos en contacto con el hospital al que nos dirigíamos.
Comencé también a sentirme irritada. ¿Qué tipo de lugar era este donde no se podía solicitar atención médica inmediata en caso de una lesión grave? Esto nunca hubiera pasado en mi país, pensaba injustamente. Comencé a añorar mi país de origen, donde nunca ocurren accidentes; sabía que estaba siendo irracional. Prácticamente todos los eventos traumáticos que hemos experimentado en los últimos meses han sido algo que fácilmente podría haber ocurrido en cualquier parte del mundo. Mi frustración surgía del estrés de lidiar con estas situaciones en un entorno que todavía es muy extraño para mí. Me preocupaba que no pudiera entender las instrucciones del médico mientras hablaba por debajo de su máscara quirúrgica; me preguntaba si las condiciones sanitarias de la sala de cirugía serían apropiadas; si podría confiar en las recetas y en los cuidados posteriores.
Mientras bajábamos del vehículo y entrábamos a la sala de urgencias de una gran ciudad, mis pensamientos fueron reprendidos inmediatamente. Aquí, delante de mí, estaba el sufrimiento humano de manera tangible. El bullicioso hospital estaba lleno de personas con dolor; había un muchacho delgado de unos quince años que había sufrido un accidente de motocicleta, estaba acostado solo, magullado y encorvado en una camilla. A la vuelta de la esquina una anciana yacía en una cama, luchando por respirar, mientras su esposo arrugado musitaba súplicas y oraciones con los ojos cerrados y las manos levantadas. Un grupo de médicos y enfermeras trabajaba con un anciano que tenía una cánula de traqueostomía y fue llevado velozmente a la sala de reanimación seguido por su esposa, quien lo besó suavemente y le limpió la frente gris y sudorosa, antes de retroceder llorando.
Con estas imágenes vívidas ante mis ojos, la vergüenza me invadió mientras consideraba cuán minúscula era nuestra situación en verdad. Iván había entrado en el hospital con sus propios pies, sosteniendo con cuidado su dedo vendado y sonriendo un poco al considerar que más tarde podría alardear un poco de su experiencia con su hermano mayor. Y sin embargo, a pesar de las pequeñas sonrisas de bravuconería, mi corazón dolía y clamaba por alivio de la preocupación, el miedo, el trauma y el insomnio… por ahora ya estaba lo suficientemente familiarizada con la serie de emociones involucradas en un accidente y ya temía las pesadillas y el estrés de tratar la herida que vendrían después.
Pero aún así a Dios le importa; incluso cuando nuestra situación es menor en comparación con (llena el espacio), a él le importa. Para mí, Su amor se hizo evidente en el silencioso y tranquilizador apretón de manos de Jared de camino al hospital; en la sala de urgencias, el manejo seguro de la situación por parte del médico y su confianza para cortar, suturar y dar órdenes; en el sacrificio de vecinos-amigos que permanecieron en guardia hasta altas horas de la noche mientras nuestros otros hijos dormían tranquilamente en casa; en los ojos llenos de lágrimas de la señora que nos ayuda mientras abrazaba a Iván a la mañana siguiente y sobrellevaba un poco mi dolor.
Y Dios sana; la rápida curación de Iván nos ha asombrado a todos, y le damos gracias a Dios. Su dedo está un poco más rechoncho que antes, pero después de tres semanas, lo único que queda de la lesión es una pequeña costra, piel rosada y nueva, y una uña que falta.
Dios también sana los corazones, y este es un proceso que puede tardar un poco más de tres o cuatro semanas; él me está instando suavemente para que suelte, entregue y confíe en que él tiene en sus manos esta cosa que llamamos vida. Él se preocupa más profundamente de lo que puedo imaginar, pero él no promete orquestar el viaje de mi familia a través de la vida de acuerdo con lo que yo creo que es mejor. Él está escribiendo mi historia–tu historia–NUESTRA historia para que sea una epopeya que, ya sea a través de la risa o las lágrimas, al mirar atrás señale ineludiblemente a su fidelidad y amor. Y un día él redimirá cada lágrima con diamantes de gozo y cambiará nuestras escasas horas de sufrimiento por una eternidad de perfección.
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