16 de mayo, 2018
Cuando investigué al principio la cultura y las creencias de la gente tribal hewana de Papúa Nueva Guinea en el año 2001, descubrí que nunca construían sus chozas en las partes bajas del río o incluso en una superficie plana que tuviera un arroyo o un pantano cercano. Ellos creían que las tierras bajas y los lechos de los ríos eran los sitios donde acechaban los espíritus femeninos engañosos y malignos.
Si alguien dejaba la seguridad de las cumbres para cazar en las planicies, nunca iba solo, se sentían menos vulnerables ante el reino de los espíritus cuando estaban en grupo. También se aseguraban de llevar un perro porque sentían que los perros podían percibir la presencia de espíritus y ladrarían para ahuyentarlos.
Había muchas historias de muertes inesperadas que confirmaban su temor de los espíritus de las tierras bajas. Los antepasados contaban cómo algunos hombres se habían topado con lo que parecían ser mujeres normales en ese tipo de lugares, solamente para terminar devorados después de haber bajado la guardia.
Incluso había historias de hombres que se habían encontrado con cerdos enormes, y luego habían quedado hechizados por un maleficio cuando los cerdos se habían convertido en lo que ellos pensaron que eran mujeres bonitas; si se quedaban a hablar, su perdición era segura.
Un día del año 2016, mientras hablaba con un amigo de la aldea, él mencionó una enorme roca blanca que estaba en el lecho del río Yif y que yo no había visto todavía. “Nuestros antepasados nunca pasaban por ese lugar”, dijo él; “cuando era joven, los hombres me decían que si alguna vez me acercaba, sería devorado”. Eso llamó mi atención y comencé a buscar una oportunidad para caminar en esa dirección. Más tarde, cuando vinieron amigos de la ciudad a visitar a mi compañero de trabajo John y a mí, decidimos caminar juntos hasta allí con algunos creyentes de la aldea.
Cuando llegamos a la orilla del río y vimos la enorme roca en el otro lado del agua, un joven llamado Fauwa estaba ansioso por contarnos la historia. Su padre, Watofo, había sido un hechicero de renombre hasta su muerte en el año 2006. “Nunca veníamos a esta zona”, dijo Fauwa; “por temor de nuestras vidas, mi padre nos decía a todos que evitáramos este lugar. Él decía que había muchos espíritus malignos femeninos que vivían dentro de la roca, y que saldrían a través de agujeros y nos devorarían si tuvieran la oportunidad”. Mientras él hablaba, noté dos agujeros en el costado de la roca. La forma animada en que Fauwa contaba la historia hacía fácil imaginar a un hechicero hablando en voz baja con su hijo, advirtiéndole que evitara un final desastroso. Sus palabras deben haber producido un profundo pavor en todos aquellos que lo escuchaban.
“Si por alguna razón teníamos que cruzar este valle”, continuó Fauwa, “mi padre decía que sostuviera mi arco con una flecha lista para disparar, así”. Él puso una flecha en la cuerda de bambú de su arco y la tensó hasta la mitad del recorrido, y luego, hablando en voz baja, se agachó como si estuviera deslizándose a través de la maleza alta del lecho del río, inspeccionando todo con sus ojos para detectar una catástrofe oculta. “Cuando mi padre decía cosas como esas, me asustaba, y decidí no bajar jamás aquí”. Pero entonces, la actitud de Fauwa cambió de repente y se puso de pie. “Ya no tengo miedo, y te lo voy a mostrar”, dijo él mientras descargaba su arco y sus flechas y se daba la vuelta para saltar al agua. La corriente era fuerte, pero se abrió paso y se subió a la orilla del lado opuesto. Rápidamente saltó sobre una roca grande y agitó los brazos con emoción: “Ya no tengo miedo”. Gracias, Señor, por la forma en que estás rescatando a esta gente preciosa de su temor al enemigo y sus mentiras. Gracias por acercarlos a ti y establecerlos con seguridad en el sólido fundamento de tu verdad.
[…] Sin temor […]