18 de junio, 2017
La niebla de la madrugada se eleva de la tierra tras una noche fría. El “invierno” mwinika está sobre nosotros, y a pesar de que la temperatura nunca desciende ni siquiera cerca del punto de congelación, las fiebres, las gripes, el flujo nasal y la tos son exuberantes en nuestra aldea. Voy de camino a la casa de la Abuelita para prepararla para el día. Ella se ha debilitado progresivamente en los últimos años y especialmente en los últimos meses. Ahora apenas puede alimentarse, no puede sentarse sola, no puede vestirse o incluso hacer lo básico para mantenerse cómoda. Su mente, sin embargo, sigue siendo aguda y de vez en cuando el humor que la hacía tan simpática para mí, surge con una risita de niña. Me encanta cada momento que paso con ella, mi abuela de la aldea, mi amiga y mi hermana en Cristo.
Nunca olvidaré su primera oración. Eso fue cinco meses después de que empezáramos a enseñar aquí por primera vez. Los mwinikas de varias aldeas acababan de oír por primera vez que Cristo había muerto por sus pecados, ¡pero que había resucitado y vive! Muchos aceptaron esto con corazones alegres, y algunos comenzaron a darse cuenta de las muchas implicaciones que esto tenía para ellos y sus familias.
La abuelita caminó hasta mi casa, con el bastón en la mano y casi doblada por la escoliosis. Se sentó y después de intercambiar algunas amabilidades (¡a los mwinikas les gusta ir rápidamente al grano!), me preguntó lo que había tenido en su mente: si los que no creen en Jesús como su Salvador van al fuego eterno, ¿qué les pasó a todos mis hijos que murieron y nunca escucharon [el Mensaje]?
Yo misma he luchado con esta pregunta, sentada entre familiares y amigos llorosos durante funerales de amigos que murieron pero nunca oyeron las buenas nuevas.
Dios en su infinita sabiduría y gracia se acercó a mí un día cuando me dirigía a la casa de una amiga que había muerto apenas unas horas antes. Nuestra capacidad en el idioma aún era débil y la mayoría de las mujeres de aquí no hablan el portugués. Lo intenté, pero no pude ayudarla a comprender sobre el Hijo de Dios que vino a salvarla, y tuvo una muerte agonizante sin Cristo. Luego Dios se acercó a mí en un campo quemado, la imagen exterior de muchos que mueren sin Él, y me aseguró que Él es Dios, Él es amor y gracia y conoce el corazón de cada persona. Él sabe quién lo aceptará y quién no. Yo tengo que confiar en Él, y eso mismo hago.
¿Cómo explicarle esto a una cristiana nueva, a una madre y abuela? Le aseguré que Dios es bueno y que no quiere que nadie se pierda; sin embargo, que Cristo es el único Camino a Él.
“Hablemos con Dios”, le sugerí. Y allí, en el pequeño escalón, sentada en frente de mi oficina de paredes de barro, ella empezó a hablar con Dios, sin preámbulos y directo de su corazón. Ella le dijo su nombre, y que ella sabe que Él la conoce a ella. Que Él conoce todos sus pecados y todo lo malo que ella ha hecho en su vida. Que ella sabe quién es Él, el Dios Todopoderoso, perfecto y bueno. Que ella sabe que sin Jesús no tiene nada que ofrecer para su redención.
Le dijo a Dios que ella confía en Él; y luego, con lágrimas en su rostro, presentó a sus hijos delante de Él. Ella sabe que los muertos no pueden regresar a esta vida ni pueden escucharnos más, pero le pidió a Dios que aquellos que habían muerto de alguna manera hubieran oído hablar de Él antes de su fin y que fueran salvos.
Me quedé asombrada mientras escuchaba su oración. ¡Ella sabe más de Dios, quién es Él y quién es ella sin Él, que muchos que han estado en la iglesia durante años!
Llegué a la casa de la Abuelita y grité, como es costumbre, para pedir permiso de entrar. Al igual que en muchas mañanas anteriores, me preguntaba si ella aún estaría con nosotros. Ella ama al Señor, pero en gran medida es abandonada por su familia; sin mis cuidados, probablemente habría muerto hace años.
Soy muy consciente de que muchos en su familia, incrédulos, están enojados conmigo por “mantenerla viva” ya que en su cultura ahora ella es solo una carga y debería “marcharse”.
Escuché su débil y temblorosa voz: “entra”, y cuando abrí la puerta sencilla vi su rostro querido y arrugado iluminarse al verme. Entré a la casa de la más pobre de los pobres. Ella no tiene prácticamente nada; vive en la parte delantera de una choza que tiene tres habitaciones; el piso y las paredes exteriores son dispares y son de barro. En un rincón hay un balde (el que yo le di) y un cucharón; dos pequeños platos de hojalata y una cuchara; un poco de ropa, una olla de barro y una estera de paja manchada y raída; eso es todo. Le habiamos regalado un colchón y fue sobre él, en el puro piso, que encontré a la Abuelita, tal como la había dejado la noche anterior.
Y así comienza mi rutina matutina de ayudarla a levantarse, lavarla y vestirla, alimentarla y ponerla cómoda. El reproductor de audio, accionado por energía solar, con la lectura de la Biblia en idioma emwinika todavía lo tenía sujetado en su mano y lo tomé con su permiso para recargarlo antes de devolverlo más tarde en el día. Esto es lo más importante para ella: escuchar la Palabra de Dios. Lo último que escucho cada noche cuando cierro su puerta es su vocecita repitiendo y anticipándose a la historia que está escuchando en este dispositivo. Como si se tratara de una vieja amiga, ella conversa con la Palabra de Dios, asintiendo y exclamando: ¡Oh, sí! ¡Cierto!
Sin importar cuál sea el idioma o la cultura, la sorprendente Palabra de Dios le habla a cada persona, ¡justo donde esté! Nuestra prioridad sigue siendo disponer la Palabra de Dios en forma escrita para tantos como sea posible, pero los reproductores de audio solares han sido una gran ayuda para darla a conocer mientras tanto a los ancianos y los achacosos, o que todavía no han tenido la oportunidad de aprender a leer. Por favor, oren conmigo por la Abuelita, que su familia participe en su cuidado. ¡Y que la comunidad vea a Cristo y sienta sed de Su Palabra como lo hace la Abuelita!
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