15 de febrero
Desde la luna, la aldea tribal de la cordillera central en la parte continental de Papúa Nueva Guinea era una imagen de serenidad, capas de nubes plateadas, como algodón de azúcar, se arremolinaban lentamente hasta cubrir los picos de las montañas; una imagen perfecta de radiante paz y calma.
Desde las nubes, las elevadas prominencias del dosel de la selva eran visibles, la niebla, primero acariciando, luego cubriendo y después avanzando con facilidad, humedecía las hojas cubiertas de bejucos y frutos que prometían vida y paz a todos sus habitantes. Unas aves nocturnas se posaron atentas en las ramas, despreocupadas mientras cantaban su dulce canto en la oscuridad besada por la luna.
Desde las copas de los árboles, se veían los dispersos techos de paja de las chozas de la aldea filtrando humo gris, como si hubiera inhalado helio, siempre ascendiendo. El humo tenía un aroma de batatas al horno y tabaco encendido, que se mezcla con el aroma fresco de las hojas bañadas por el rocío. Las chozas albergan un marcado contraste de emocionada expectación y sueños frustrados, esperanza de nueva vida y una profunda tristeza por la muerte recurrente.
Desde debajo del techo de hoja de palma, la suavidad ondulante de las nubes brillantes no estaba a la vista. Aquí solo existía el staccato de voces asustadas, ahogadas por el denso humo del fuego nocturno. —“¿Por qué ha regresado?” —dijo una voz refiriéndose a una mujer que era representada por los repetidos silbidos melancólicos del ave de plumas oscuras que era ajena al pánico que su canto causaba en el mundo de los seres humanos.
—“Ella dijo que no nos volvería a molestar”.
—“¿No estaba satisfecha con nuestros regalos de dinero y cerdos?”
—“Debería saber que es mejor que no vuelva a comernos”.
Hubo una larga pausa, cuando el hombre con el torso desnudo se inclinó hacia adelante para tocar la punta de su tabaco recién enrollado sobre las brasas del fuego que había en frente de él. Se inclinó para soplar suavemente sobre las diminutas chispas, y luego puso el otro extremo en sus labios. —“No podemos ignorar esto” —dijo él, mirando por encima de las llamas a los hombres que estaban sentados con las piernas cruzadas en el otro lado del fuego. Luego dio un rápido vistazo por encima de su hombro, como si esperase que el ave con dientes afilados y colmillos puntiagudos emergiera a través de la pared forrada con corteza—. “No quiero que mi esposa o mi hija sea la próxima”.
—“Correcto” —respondió uno de los hombres—. “Dentro de poco tenemos que organizar un grupo de asalto”.
—“No dentro de poco” —balbució otro hombre—. “¡Esta noche!”
El hombre aspiró largamente su cigarro y luego arqueó las cejas a la vista de los demás para mostrar su acuerdo. —“Está decidido entonces” —dijo, levantándose del suelo y volteándose para tomar su arco y sus flechas penetrantes antes de escabullirse a través de la puerta baja—. “La acabaremos esta noche, antes que tenga la oportunidad de matar al resto de nosotros”.
Las etnias paiela y hewa, aunque enemigas acérrimas que sueñan con someter a la otra, tienen la creencia compartida de que el canto nocturno de cierta ave no es la melodía de un inocente amigo con plumas. Más bien es un grito mortal de un espíritu maligno que ha poseído a una mujer o un niño en las aldeas cercanas. Creen que el espíritu de la persona sale mientras esta duerme en la noche, y adopta la forma de un pájaro que busca una víctima a la que pueda ‘comer’, trayendo enfermedad y muerte. Ellos están convencidos de que la única manera de librarse de este tipo de muerte es matando a las mujeres o los niños que supuestamente están poseídos por este tipo de espíritus.
Aunque la selva parece dormir apaciblemente bajo un manto de niebla engalanado por la luna, hay una necesidad urgente de la verdad de la Palabra para alcanzar a cada una de las aldeas dispersas que están sumidas en la densa niebla de mentiras ancestrales. Por favor, ora para que los nuevos creyentes hewas hablen valerosamente en nombre de la justicia donde viven, y ora también para que nuevos misioneros vayan a enseñar a los indígenas paielas la verdad de la Palabra.
“A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies”: Jesús.
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