9 de noviembre, 2012
La temporada de lluvias ha terminado y el agua se ha convertido nuevamente en un bien precioso. Hace unas semanas estaba llenando un balde con el agua del tanque que almacena el agua que cae de nuestro techo. Mientras esperaba a que el recipiente se llenara, mi ayudante de idioma llegó a la cerca. “Volveré enseguida para desconectar la manguera”, pensé para mis adentros; mi ayudante había venido para estudiar, entonces entramos e hicimos algunas grabaciones. Luego sus hijos vieron una película mientras yo charlaba con su madre. Luego ella se fue y yo me puse a trabajar. Después me di una ducha. Luego fui a la casa de mi compañera de trabajo para cenar. Luego tuvimos una reunión de oración; luego… me acordé de la manguera.
Corrí hasta la casa con mi linterna y vi que el tanque de almacenamiento estaba vacío, había derramado sobre el suelo seco 1200 litros de agua de lluvia preciosa. Aunque el resto del equipo fue muy amable al respecto, ofreciéndose a ayudarme a ir y conseguir más para llenarlo, yo estaba enojada; estaba enojada de manera desproporcionada. Me quedé en la oscuridad junto al tanque y lloré. En mi corazón decía: “Así es como me siento, Señor… vacía”.
La noche siguiente me acosté en mi catre y recordé una experiencia similar de mi infancia. Había puesto la manguera en la lavadora para ayudar a que se llenara más rápido y luego me fui a hablar con una amiga afuera. Me distraje con esto y aquello y cuando volví unas horas más tarde, un río de agua corría colina abajo desde nuestra casa. ¿Cómo reaccioné en ese entonces? Simplemente entré, estaba agradecida de que el agua hubiera salido por la puerta en lugar de inundar la habitación, y cerré la manguera.
Entonces, ¿qué hizo la diferencia? La manguera de la historia de mi niñez estaba conectada a una bomba que se alimentaba del río. Puedes hacer funcionar esa cosa todo el día durante semanas y nunca preocuparte porque la fuente se vaya a secar. Nuestro tanque de almacenamiento, por el contrario, tenía el último poquito de lluvia para el año.
Me di cuenta de que mi actitud hacia el agua se veía reflejada en mis interacciones con la gente del pueblo. Solo tengo esta cantidad de paciencia, argumentaría yo, y eso es todo. La próxima persona que se acerque a la valla va a ver mi verdadero yo… el irritable, cansado y verdadero yo. Solo puedo ser generosa una vez más el día de hoy, y luego no soportaré más. Estoy a punto de quedar vacía.
Mientras contemplaba esas cosas, el Espíritu Santo me habló. “Esta actitud proviene de no entender la naturaleza de tu fuente. Solo tienes un límite cuando la fuerza viene de ti misma. Si realmente supieras que tu fuente es como un río interminable, responderías de manera diferente”.
La paciencia de Dios, su generosidad, su amor y su gracia son ilimitados. Cuando recordamos que estamos unidos a él, echamos mano de recursos ilimitados. No somos tacaños con los demás porque sabemos que lo que tenemos para dar nunca se agotará. Abrimos la manguera y la dejamos correr, con gozo, sobre la tierra seca y cansada donde no hay agua. No nos preocupa que se seque, se desperdicie o se agote. Y con la medida con que damos, se nos devuelve, rebosando y derramándose.
Entonces, después de todo, ¿qué sucedió realmente con el agua de la tribu? Llovió; después de dos días, el tanque estaba lleno otra vez. A pesar de que el tiempo de las lluvias había pasado, Dios me volvió a llenar, me renovó y me recordó que todo lo bueno tiene su origen en él.
[…] En otro informe, Katie da un vistazo a las tensiones de la vida en la montaña sin tener agua ilimitada… y ¡cómo Dios usó eso para ilustrar su gracia ilimitada! [Informe de Katie: La Fuente] […]