29 de octubre, 2018
Algunos días mi amiga Andrea llega tarde a clase; bueno, en realidad la mayoría de los días; casi todos los días. En esta cultura no se da mucha importancia a llegar a tiempo, y para mi amiga es casi imposible. Ella puede llegar tarde, pero es concienzuda en cuanto al estudio. Hace unas semanas se perdió la primera hora y media de clase, pero me pidió que la pusiera al día después de que todos los demás se fueran. Yo estaba encantada de hacerlo, solo que eso significaba que el almuerzo se trasladaría de las 2:00 hasta casi las cuatro; para entonces Rachel había dejado de esperarnos y preparó sopa y tortillas para que comiéramos mientras trabajábamos.
Rachel me pidió que orara, así que lo hice, dándole gracias a Dios por ayudarnos a aprender a leer y por cuidarnos; terminé con el típico: “así es… eso es todo” y luego me dispuse a tomar mi cuchara. Andrea dijo: “Yo también le diré algo a Dios”.
“Padre Dios, aquí estoy hablando contigo. Gracias porque Rachel me trajo este plato de comida. En realidad es de ti porque tú nos das cosas buenas. Te pido que nos des éxito en la escuela; haznos inteligentes; haz que trabajemos duro; haz que prestemos mucha atención para poder leer lo que has dicho. Eso es todo”.
Al escucharla hablar de manera informal con su Padre, un Dios con el que, según ella creía antes, las mujeres no podían hablar, me calentó más que una sopa caliente en un día frío y fue más satisfactorio que un buen almuerzo después de una larga espera. Gracias, en efecto, Padre Dios, por darnos buenas cosas.
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