Una emergencia médica abre la puerta al Evangelio para un hombre joven de Papúa Nueva Guinea.
Era otra mañana más examinando pacientes cuando el médico entró y preguntó: “¿Escucharon que tenemos un caso de emergencia en camino? Dijeron que tuvieron que cargarlo entre cuatro hombres; vamos a necesitar esa cama”.
Al darme cuenta de que el grupo ya estaba en la puerta, me excusé con el paciente que estaba examinando en el salón de espera y fui a ver si necesitaban ayuda.
En una camilla improvisada y estrecha, cuatro hombres entraron cargando a un joven que tenía su cabeza torcida a la derecha. Un hombre explicó que el joven no podía enderezar la cabeza. A primera vista, ya podíamos ver los cambios causados por la parálisis del lado izquierdo de su cuerpo. La manga para medir la presión arterial constantemente mostraba una presión elevada de 140-150s/90-100s y una frecuencia cardiaca por encima de 120.
Cuando el médico comenzó a reunir los datos de la historia, el diagnóstico se hizo claro y el pronóstico no era bueno. Dos meses antes, el joven repentinamente había sufrido la parálisis de su lado izquierdo, y desde entonces se había movido muy poco; había perdido peso y no estaba comiendo mucho. Parecía que hubiera sufrido una hemorragia cerebral de algún tipo —muy probablemente un accidente cerebro-vascular o un aneurisma.
No podemos hacer nada con esta enfermedad. Otro aneurisma roto u otro accidente cerebro-vascular o una infección —cualquiera de estas cosas y morirá.
El joven, su padre y su familia no eran cristianos. Es natural en cualquier cultura que las familias quieran culpar a alguien en un momento como éste. En esta cultura, literalmente eso puede significar una cacería de brujas para descubrir y matar a la persona que supuestamente lanzó una maldición sobre el enfermo. O alguien que debería haber ayudado pero no lo hizo. O incluso alguien que por casualidad estaba en la vecindad.
El médico y el pastor se esforzaron por explicar cuidadosamente los hechos a la familia. Explicaron que esta “enfermedad de personas mayores” no era una maldición, y que, en realidad, les sucede a personas de todas las edades. Explicaron que no había medicamentos para curarla y que le quedaba poco tiempo al joven.
Las noticias fueron recibidas y aparentemente entendidas. Pero ¿quién puede aceptar la noticia de que su vida esta a punto de extinguirse? ¿Que la vida de un hijo está a punto de acabarse?
La familia decidió que no podían seguir proveyendo el cuidado constante que su joven hijo necesitaba, entonces el pastor y su esposa decidieron llevarlo a su casa.
El pastor pasó la mayoría de los días hablando con este joven acerca del Evangelio y lo que Jesús había hecho por él. Como sabía que no le quedaba mucho tiempo, dijo el pastor, “fui al meollo de la historia”.
Él compartió que somos pecadores que no merecemos nada sino el infierno. Compartió la verdad del gran amor de Dios, un amor que pagó la pena de muerte del pecado para que podamos ser perdonados por Él.
Después de una semana aproximada de esta enseñanza, el joven llegó a creer e hizo una clara declaración de su fe en Cristo.
En un punto, el padre del joven envió un hechicero para que hiciera sus ritos sobre su hijo a fin de librarlo del espíritu maligno que lo tenía sometido a esta enfermedad. El pastor despidió al hombre firmemente. “Nosotros tenemos a Dios y lo que usted hace no es la verdad. Tenemos a Dios. No lo necesitamos a usted”.
El joven se estaba debilitando. Poco después de declarar su fe, se quedó tan quieto que parecía que hubiera muerto.
Pero después de una hora o algo así se levantó de nuevo, se despertó y dijo con gran claridad: “¡Estoy muy feliz! ¡Jesús me ha salvado! ¡Veo una luz brillante pero estoy muy feliz! ¡Voy a ver Su rostro!”.
Luego, mirando a los hijos grandes del pastor reunidos a su alrededor, les dijo: “Deben escuchar a su padre. Este hombre habla la verdad. Él sabe de qué está hablando. Deben escucharlo y creer en Dios”.
Y luego murió.
¡Qué precioso oír cómo respondió este joven a la verdad antes de morir! ¡Qué testimonio y en qué momento!
¡Sí, perdimos un paciente —pero ganamos un hermano!