Las olas golpeaban los lados del barco atracado en la playa de la isla Palawan en las Filipinas. En vano el misionero Jody Crain observaba la costa por un lado de la nave y el otro, esperando que saliera un grupo de vecinos a su encuentro para darle la bienvenida, pero ni un solo hombre le aguardaba para saludarle. Solamente le espiaban algunas caras pequeñas entre las hojas de las palmeras en el borde de la playa.
Dejando a un lado el desaliento, Jody se dedicó a la tarea que tenía por delante. Había barriles que descargar y le quedaba poco tiempo. Debido a la presencia de piratas que frecuentaban las aguas alrededor de las islas, ni los más experimentados pescadores se atrevían a navegar por ellas después del toque de queda en el muelle a las 3 de la tarde. Había mucho trabajo por hacer.
Los pescadores que le habían transportado a la isla se apresuraron a descargar los pesados barriles con sus fuertes brazos, dejándolos para que Jody se encargara llevarlos por la playa hasta la casa. Este era territorio desconocido para ellos y no tenían ningún deseo de desembarcarse.
Consecuentemente, le tocó a Jody el trabajo arduo de comenzar a hacer rodar el primero de los siete barriles hasta la casa que sería su nuevo hogar. Pero no se sentía en casa, al menos todavía no.
La vivienda no se distinguía en nada de las demás del caserío. La estructura estaba elevada sobre la tierra y tenía paredes de bambú tejido y un techo del mismo material. Jody rodó el barril hasta el pie de los horcones de la casa, luego se paró estirando todo su cuerpo para aliviar la tensión en los músculos de su espalda. Mirando de nuevo hacia el mar, descubrió algo que le causó otro tipo de estrés, y al desaliento se sumó un extraño sentimiento de soledad.
La embarcación que debía llevarle de vuelta a la isla principal para estar con su esposa Bárbara y su pequeño hijo había zarpado. Estaba desapareciendo de la vista en el horizonte; apenas se escuchaba el ruido del motor a diésel de dos cilindros que se desvanecía en la distancia. Obviamente, y con razón, los pescadores estaban más preocupados por el riesgo de encontrarse con los piratas que por su obligación de llevar a Jody de vuelta a la isla principal.
Para cuando había terminado de hacer rodar todos los siete barriles a la casa, era evidente que nadie se iba a acercar para darle la bienvenida a la isla. Ni una sola persona apareció para saludarle, ni hombre ni mujer. Apenas unos niños le observaban por las rendijas en las puertas de sus casas o detrás de algún arbusto. Algunos de los más atrevidos se acercaban un poquito, pero luego huían corriendo a sus escondites, y nadie más se asomó. La verdad es que era lo de esperarse. Más adelante Jody se enteraría que todos los hombres, menos un enfermo y otro ancianito, se habían ido a pescar por un par de días a una hora de viaje hacia el norte. En una cultura en que el robo de esposas era rampante, ninguna mujer se atrevería a acercarse a Jody; no había por qué confiar en un personaje desconocido. Más adelante esto cambiaría, pero ese día no.
Había oscurecido antes que entrara Jody a la casa para pasar la noche. Una tormenta amenazaba, y con una vela encendida, Jody entró al dormitorio, agradecido al ver que la cama estaba tendida con sábanas y almohada. También había un mosquitero ya colgado arriba, así que tomó la precaución de dar la vuelta a la cama para asegurar los extremos bajo el colchón. Afuera el viento cobraba fuerza y por momentos el aire apagaba la vela. Después de varios intentos de mantenerla encendida se dio por vencido y se echó en la cama.
Solo quería descansar. Se recostó de espalda con las manos detrás de la cabeza, ajustando la almohada para quedar bien cómodo. Eso era lo que le hacía falta… una buena noche de sueño restaurador.
De repente, comenzó a sentir que algo se movía debajo de su cabeza, detrás de sus manos y debajo de sus brazos. Cosas extrañas, bichos asquerosos, animalitos desconocidos que oía chillar pero que no podía ver en la oscuridad.
Su nido de descanso se había convertido en una espeluznante pesadilla de patitas y colas que recorrían todo su cuerpo y en cualquier momento podían morderle o picarle o quién sabe qué otra cosa. Pero Jody no tenía ninguna intención de esperar para ver qué podría pasar. En tiempo récord, ¡saltó de la cama y del mosquitero, moviendo las manos frenéticamente para quitarse de encima los bichos ofensivos y cualquier otra cosa imaginable!
Cuando las criaturas, que resultaron ser una extensa familia de ratas que había hecho su nido en la almohada, abandonaron los predios, empezó a mermarse la adrenalina que corría por las venas de Jody. Su corazón dejó de latir con furia y su respiración comenzó a volver a la normalidad. Entonces tuvo que decidir qué debía hacer.
Miró la cama, o por lo menos dirigió su cabeza en esa dirección; en la oscuridad no podía distinguir nada. Lo bueno era que por lo menos ya no se escuchaban los chillidos y movimientos. A Jody le hubiera gustado salir por la puerta del frente, subirse en la lancha rápida más cercana y dirigirse a la isla principal donde se encontraban su esposa Bárbara y su hijo, y donde le esperaba una cama libre de ratas y donde reinaba la normalidad. Sin embargo, no tenía esa posibilidad. No había ninguna lancha rápida, y aunque la hubiera, era de noche y había piratas. Tenía que superar su temor y meterse en la cama o pasar la noche sentado en la playa donde podían acechar otros peligros.
Extendiendo sus manos con mucho cuidado en la oscuridad, el misionero novato halló la cama de nuevo. Con sus manos recorrió todo el colchón para inspeccionarlo. Cuando confirmó que no compartía la cama con otras entidades, se subió y aseguró el mosquitero de nuevo antes de estirarse sobre el colchón. Completamente agotado, física y mentalmente, cerró sus ojos de nuevo para disfrutar de un descanso merecido.
Pero no pudo conciliar el sueño.
Con un suspiro de resignación, Jody abrió sus ojos y miró hacia el techo. Cuando la luna brillaba entre las nubes, había una débil luz que iluminaba a través de la claraboya de plexiglás en el techo de bambú. Aunque no era suficiente para iluminar el cuarto, el saber que había luz afuera le reconfortaba.
¡Fue en ese momento que la vio! Era la silueta de una criatura más grande que una rata, más grande que cualquier cosa que hubiera estado en su cama anteriormente. Se deslizaba por la viga, una sombra resaltada por la escasa luz de la claraboya. Avanzó en forma intermitente y seguía moviéndose. ¡Tenía más de un metro de largo! Jody sospechaba que era algún tipo de iguana u otra clase exótica de lagartija, pero eso no le molestaba, con tal que el bicho se quedara allá arriba y no se atreviera a descender y acercarse a él. Ya bastaba de sorpresas por una noche. No tenía ninguna intención de compartir su lecho con otra asquerosa criatura.
Sobre todo, necesitaba dormir. Pero el viento empezó a soplar con mayor fuerza, y de repente, además del viento, se escuchaban otros sonidos más fuertes. Nuevos ruidos, nuevas incógnitas. ¿Cuándo terminaría esta noche?
Se escuchaba un zumbido extraño y misterioso, ‘zum … zum … zum’, seguido por un ruido extraño, “che-che … che-che … che-che”, un sonido agudo, insistente y preocupante, y al final un golpe fuerte, ¡PUN!, que hacía temblar la tierra.
Ese impactante golpe, que culminaba cada ciclo, se hacía sentir hasta en los horcones de la casa… y la serie de sonidos se repetía vez tras vez. “Zum, zum, zum, che-che, che-che, che-che ¡PUN!”
Eran ruidos que Jody desconocía, ¡ruidos que no se podía explicar! Dando rienda suelta a su imaginación, no cesaba de inventar explicaciones, ninguna de ellas tranquilizadoras.
Sin embargo, la casa permaneció en su lugar. Ningún objeto penetró las paredes de bambú, y sin ser consciente de ello, en algún momento de esa oscura noche Jody se durmió. De haber sabido de dónde emanaban los extraños ruidos, a lo mejor hubiera conciliado el sueño mucho antes. Hasta se habría reído por su reacción de temor ante una cosa tan inocente.
Jody no se enteraría sino hasta el amanecer de que esa bulla era creada por los cocoteros alrededor de la casa. Cuando el viento soplaba con fuerza, las ramas secas se soltaban de las copas de los árboles desde doce o quince metros de altura. En su caída, el viento hacía girar los gajos, produciendo el zumbido, ‘zum … zum … zum’, que había escuchado. Luego cuando chocaban contra el suelo, se reventaban en pedazos produciendo el sonido ‘che-che … che-che … che-che’. Por último, al quedarse sin el soporte del gajo, los cocos se precipitaban al suelo y aterrizaban con un golpe fuerte ‘¡PUN!’. Estos eran sonidos bien conocidos para los habitantes de la jungla, ¡pero no para el joven misionero!
Llegó el amanecer y Jody se despertó al oír a un hombre tosiendo en la entrada a la casa, la manera cultural de la gente tagbanua de “tocar la puerta.”. El misionero trasnochado salió del mosquitero para ver quién había llegado.
Fue entonces que Rebrino, con una carta en la mano, le dio la bienvenida a la isla, comunicándole un mensaje verbal.
“Eres la respuesta a nuestras oraciones”, le explicó en tagalo [lengua nacional de las Filipinas] mostrándole a Jody la carta de respuesta enviada por la misión en 1968 cuando los tagbanua habían solicitado que la misión les enviara misioneros. “Y ¡ahora estás aquí!”.
Las dificultades de la noche se desvanecieron cuando Jody escuchó este mensaje y leyó la carta. ¡Había valido la pena la espera para recibir esta bienvenida! Cualquier trauma residual de las experiencias de la noche no tenía ninguna importancia ante el propósito para el cual el Señor le había llevado a esta isla tropical. Fue a este lugar y para este propósito que Dios le tenía ahí, para comunicar el evangelio al pueblo tagbanua, para enseñarles las verdades de la Palabra de Dios. ¡Todo estaba bien!
Si nos adelantamos en el tiempo varias décadas hasta el día de hoy, podemos ver que Jody aún relata esta historia con mucho entusiasmo. Esa primera noche que pasó en el caserío se grabó para siempre en su memoria. ¡El misionero novato de 24 años de edad, sin nada de experiencia, fue sacado bien fuera de su zona de comodidad esa noche! Pero por la mañana el Señor le dio un mensaje de consuelo por medio de Rebrino. Dios tenía un propósito para Jody, su esposa y su hijo en esta isla aislada. El joven misionero estaba precisamente donde tenía que estar.
La tragedia lleva a la victoria
Hoy en día existe una iglesia floreciente entre los tagbanua. Esto se debe principalmente al hecho de que Dios tomó al hijo de un criador de gallinas del estado de la Florida y le colocó en una isla tropical, lejos de su casa, e hizo brillar la luz del evangelio a través de él y su familia. Cuando uno está dispuesto a decir “no se haga mi voluntad, sino la tuya”, como oró Jesús en el huerto de Getsemaní, no hay límites a lo que puede lograr Dios por medio de su vida.
A lo largo de los años, siempre ha sido el anhelo de Jody y Barbara Crain decir “sí” a Dios, aun cuando esto implicó permanecer en el lugar después de incendiarse su casa, cosa que sucedió en 1981. Recién llegados de un viaje a los Estados Unidos, estaban en la aldea indígena alojados en casa de sus compañeros mientras hacían los arreglos finales a su propio hogar. ¡A las 3 de la madrugada fueron despertados por voces gritando que su casa se estaba quemando! En menos de 20 minutos fue totalmente calcinada por las llamas, dejando solamente cenizas. Fue una noche inolvidable para los esposos Crain.
“Por la mañana, todos los vecinos estaban reunidos en la veranda y el patio frontal de la casa,” relató Jody. “Aunque agradecidos de que estábamos a salvo, los veíamos demasiado tristes, casi parecía que estuvieran de luto. Estaban lamentando el hecho de que tuviéramos que irnos del lugar, y nosotros les preguntamos: ‘Pero, ¿por qué?’ Ellos contestaron que los espíritus estaban enojados con nosotros por haber levantado la casa en ese sitio y que si no nos íbamos, algún miembro de nuestra familia moriría.
“Platicamos y oramos acerca de la situación con nuestros compañeros de equipo para determinar cómo debíamos responder. Decidimos excavar y retirar los horcones quemados. Casi todos se habían quemado hasta el nivel del suelo. Colocamos los nuevos horcones en los mismos huecos como testimonio de nuestra confianza en la protección de Dios sobre nosotros.
“La gente tenía tanto temor de enfermarse o morirse [debido a la ira de los espíritus] que fue difícil conseguir obreros de la comunidad para trabajar en la nueva casa. De hecho, antes del incendio la gente tagbanua había estado acostumbrada a usar un camino que pasaba frente a nuestra veranda para bajar al mar para pescar, pero [después de que se quemó la casa] decidieron abrir otra senda nueva que daba la vuelta al terreno donde se encontraba nuestra casa para no pisar ni siquiera la tierra donde había estado nuestro hogar”.
Sin embargo, ¡no falleció nadie! Los aldeanos nos observaban con mucho cuidado, tomando nota de este extraño fenómeno.
No fue sino hasta este año [2020], en una entrevista con uno de los ancianos de la iglesia tagbanua, que Jody y Bárbara llegaron a entender la razón y el gran impacto que el incendio de su casa había tenido en la gente del ese pueblito. No comprendieron en aquellos días que cuando colocaron los nuevos horcones en los mismos hoyos de su primera casa, sería un punto de inflexión en la historia de los tagbanua.
Amay Limbuan fue quien dio testimonio al respecto; le explicó a Jody: “Tu casa se convirtió en un monumento, una señal visible que hacía contraste con todo lo que nosotros, los tagbanua, temíamos”.
Al escuchar este testimonio, se asombró Jody, porque nunca lo había escuchado antes, y comentó: “No teníamos idea de que Dios emplearía esa tragedia, que en aquel entonces veíamos como un atraso que frenaba nuestro avance en la obra, para alcanzar y abrir el corazón de la gente al evangelio, y ¡no solamente en esa aldea, sino en muchas comunidades más!
A pesar de un inicio dificultoso debido a las experiencias de la primera noche y a pesar de que temprano en la obra se quemó su casa, ellos perseveraron. Caminaron por fe y vieron a Dios usar sus vidas para alcanzar al pueblo tagbanua con el mensaje del evangelio. Consecuentemente, ¡ellos llegaron a ser no solo hermanos y hermanas de Jody y Bárbara, sino los nuestros también!
La hija de un brujo confronta a su padre
Estos ancianos de la iglesia, que ahora están llegando los 70 o 75 años de edad, fueron salvados de un mundo tenebroso, lleno de espíritus malignos, en el cual vivían con temor a sus represalias si por alguna razón dejaban de aplacarlos. Ofrecían sacrificios por temor y obligación. El gozo era completamente desconocido para ellos, ¡ni hablar de la esperanza! Todo giraba en torno a la lucha por sobrevivir, nada más.
Entonces llegaron los misioneros. Por medio de la enseñanza cronológica de los fundamentos de la Biblia, y también por el testimonio de las vidas de los misioneros, vividas a plena vista de toda la comunidad, la etnia tagbanua llegó a entender quién es el único y verdadero Dios. Es más, comprendieron que Él es más grande y poderoso que todos los espíritus en conjunto. Un buen ejemplo de esto es lo que sucedió cuando la hija del brujo volvió a casa después de escuchar la enseñanza de los misioneros. “Papi,” le dijo, “a Dios no le agrada lo que tú haces. Dios juzga lo que haces de otra manera. Estás acudiendo al dios equivocado”.
Afortunadamente ese brujo cojo le hizo caso a su hija. Hoy en día Ugyo ya no es brujo. Dejó de apaciguar a los espíritus para convertirse en hijo del único Dios verdadero. Todavía permanece rengo y tiene mucho de que se podría quejar, sin embargo, el gozo emana de su persona. No cuenta con una silla de ruedas o un sistema mecánico con qué ayudarse a subir o bajar por la ladera de la montaña donde vive, pero eso no le importa. Arrastrando sus pies, usa sus brazos para movilizarse por el camino que baja desde su hogar en la ladera de la montaña hasta la iglesia, y luego vuelve a subir la cuesta a su casa de la misma manera. En todo momento luce una sonrisa que no se puede ignorar. Él afirma: “Ahora tengo gozo… tengo esperanza”. E innegablemente ese gozo y esperanza emanan de su ser e irradian de sus ojos.
El cuerpo de Cristo se une para colaborar
Ngu’un y Tilel son uno de varios matrimonios que han sacrificado mucho para alcanzar a su pueblo tagbanua con el evangelio. Después de vivir y ministrar por un tiempo en una aldea, lejos de su propia comunidad, el apoyo económico que podía aportar su iglesia enviadora llegó a ser insuficiente para suplir sus necesidades elementales.
Esto les obligó a volver a casa. Sin embargo, no se dieron por vencidos. Vendieron su hogar y su terreno y usaron esos fondos para continuar el ministerio de evangelización. Con el tiempo ese dinero también se acabó, pero Dios tenía un plan que había venido armando desde mucho antes.
Dios ya había preparado la persona indicada. Brian Olling, un misionero de la organización “Network of International Christian Schools” (NCIS) [Red de Escuelas Cristianas Internacionales], enseñaba en la Escuela Cristiana Internacional de Uijeongbu, en Corea del Sur. Funcionaba también como director de misiones de una iglesia coreana que había apoyado a Jody y Bárbara Crain por más de 30 años. Brian decidió buscar una solución. La iglesia coreana ya estaba interesada en la obra entre los tagbanua y colaboraba con los Crain. Con una sola visita a las Filipinas, Brian se había enamorado de los hermanos de esta etnia. Justo en el momento que el dinero y los demás recursos de Ngu’un y Tilel se acabaron, Dios levantó a Brian para proveer económicamente para este matrimonio misionero.
Siendo misionero él mismo, y lejos de ser una persona de grandes recursos, Brian se ingenió una manera de recabar fondos adicionales para ayudar a los tagbanua en sus avanzadas evangelizadoras. En la escuela donde enseñaba, Brian estableció un negocio sin fines de lucro llamado “El Club del Desayuno”. Por cuanto los estudiantes a menudo llegaban a la escuela sin haber desayunado, Brian ofrecía refrigerios que los estudiantes podían comprar. Con total transparencia explicó que cobraría tres veces el costo de estos alimentos, pero que todas las ganancias serían destinadas a la obra entre los tagbanua.
Por más de diez años estos fondos se emplearon para apoyar a los misioneros de esta etnia filipina. Se usaron para comprar bicicletas primero y luego motocicletas, proveyendo así un medio para alcanzar a las comunidades tagbanua más distantes. También estos fondos se emplearon para que las iglesias establecidas de la etnia pudieran construir edificios permanentes.
Sólo hizo falta un hombre con un corazón para Dios y un corazón para la gente tagbanua para efectuar este plan. ¿Cuánto más se podría lograr si más hombres y mujeres se enamoraran de la obra de Dios? ¡Podríamos transformar el mundo!
Está claro que los tagbanua están viendo a Dios transformar su mundo a medida que abren su corazón para alcanzar a su propia gente. Aunque aprecian la ayuda de afuera, no están esperando que llegue para trabajar. Están procediendo en el ministerio con la confianza de que Dios proveerá de la manera que Él considere más conveniente. A pesar de que el camino no es fácil, Ringoy, un misionero tagbanua dijo muy acertadamente: “Si es el camino que Dios tiene para uno, ¿cómo rechazarlo?”
Sus hijos no están esperando que llegue ayuda de afuera tampoco, y los tagbanua de mayor edad están agradecidos por ello. Ellos conocieron en carne propia lo que era vivir en temor. Con frecuencia expresan qué bendición es para ellos ver que sus hijos no tienen que vivir bajo la tiranía de los espíritus malignos a los que ellos servían antes, sino que pueden andar en la luz. La generación anterior observa, como padres orgullosos y agradecidos, cómo sus hijos y nietos se encargan de la obra de evangelización, llevando las Buenas Nuevas más allá de su pueblito a las comunidades más alejadas de la iglesia madre.
Los hombres de avanzada edad tienen una visión que también` comparten sus hijos y nietos. Cuando se les pregunta cómo perpetuaron la visión, cómo han mantenido a la juventud involucrada en el ministerio y caminando con Dios, los ancianos responden: “Los llevamos con nosotros, los hacemos manejar las motos para llevarnos en los viajes; los involucramos en el ministerio y los discipulamos sobre la marcha”. ¡Y esto ha dado buenos resultados!
La visión de alcanzar al pueblo tagbanua con el evangelio se extiende más allá de la isla Palawan en las Filipinas. En la ciudad capital del país, Manila, los creyentes profesionales [profesionistas] y dueños de negocios han encontrado maneras creativas de apoyar los esfuerzos de evangelización de los tagbanua para alcanzar a su propia gente con el mensaje de vida en Cristo.
El doctor Val Hemedes y su esposa “J.J.” [Yeiyei] expresan lo bendecidos que se sienten al tener una parte en la obra tagbanua. No solamente proveen medicamentos, sino que el doctor Hemedes también hace viajes de vez en cuando para proporcionar tratamiento médico y para enseñarles a diagnosticar y curar a su propia gente.
El doctor comenta: “Considero que mi persona y nuestra familia estamos sirviendo de apoyo a los misioneros y la misión en el cumplimiento de la Gran Comisión. Todos tenemos diferentes papeles en la obra, cada quien tiene sus distintas habilidades y destrezas. … Oramos al Señor como familia para considerar cómo podríamos participar. Sabíamos que teníamos la posibilidad de colaborar y apoyar con fondos y provisiones. … Y yo, como médico, también podía ofrecer mi tiempo y esfuerzo como voluntario para colaborar en el aspecto de la salud. …Hacemos lo que podemos porque es un aporte al esfuerzo total. Cuando uno comparte el evangelio, hay que manifestar compasión también; hay que mostrarles amor”.
Proverbios 29:18 (NVI) dice,: “Donde no hay visión, el pueblo se extravía”. Como se ha visto en todo este artículo, se ha fomentado una visión para plantar una iglesia saludable entre la gente tagbanua, una iglesia que se ha extendido mucho más allá de la primera congregación plantada. Ha sido Dios quien ha movido a Su gente, sean misioneros o “laicos”, y los ha posicionado para realizar este objetivo. Dios dio la visión y el pueblo de Dios ha respondido y continúa acatando.
Y ¿qué de ti, hermano? ¿Cuál es tu visión? ¿A qué clase de participación te está llamando el Señor? No hay nada mejor que tener una parte en aquello que llena el corazón de Dios.
Autora: Rosie Cochran
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