14 de noviembre
Hora de dormir. Me acosté al lado de Judá para abrazarlo. “Mamá”, dijo él, “¿kann ich dir ein Lied singen?” ¿Puedo cantarte una canción? Su dulce vocecita llegaba a mis oídos:
“Maaaaaama, ich liiiiiiebe dich so sehr;
Maaaaaaaama, du bist eine schoene Prinzessin;
Maaaaaaaama, du bist die Beste…”
Mamá, te amo.
Mamá, eres una bella princesa.
Mamá, eres la mejor.
Oda de un niño de tres años para su madre, su princesa. Los desafíos y las alegrías de la maternidad chocaron en ese momento. Sonreí, lo besé, le dije “buenas noches”, y me fui a nuestro dormitorio y me dejé caer en la cama, exhausta. Este ha sido uno de esos días… tú sabes, uno de esos días.
Los días en que tu hijo parece olvidar todas las letras del alfabeto que le has enseñado durante el último mes.
Los días en que un banano que se rompe por la mitad provoca un desastre mayor.
Los días en que la respuesta a cada orden es un lloriqueo o simplemente un rotundo “No”.
Los días en que todos los niños lloran aun antes de que el desayuno esté en la mesa.
Los días en que se dice “Mamá” con tanta frecuencia que quisieras cambiar tu nombre y no decírselo a nadie.
Los días en que miras desconcertada a tu hijo y solo piensas: “¡¿Estás molesto por ESO?!”
Los días en que todo el amor fraternal parece haberse evaporado.
Los días en que no hay verdad o formación que parezca hacer alguna diferencia en el corazón de tu hijo.
Los días en que tu hijo no parece poder permanecer sentado aun por tres segundos.
Los días en que es TU hijo el que ha causado un accidente en los pasillos de la tienda de comestibles sobre caramelos de fruta de las Tortugas Ninja.
Mientras estaba en la cama, pensando en el día difícil que había tenido y en la belleza del amor de un niño por su madre, recordé algo que John me había dicho un par de semanas antes. Durante un tiempo en que estuve luchando con la impaciencia y la irritabilidad hacia nuestros hijos, John me hizo esta simple pregunta: “¿Tienes expectativas equivocadas?” Aunque no quería oír eso en ese momento, sabía en mi corazón que mi esposo tenía razón. Esperaba que mis hijos se portaran bien; que aprendieran cualquier destreza valiosa que les enseñara; que siguieran instrucciones con prontitud y perfección; que fueran respetuosos; que se amaran entre hermanos; que obedecieran inmediatamente, sin objeciones, sin quejarse. En resumen, que no pecaran.
Todos los días dichas expectativas eran aplastadas con el gran peso de las esperanzas rotas y los temores del fracaso; esto me estaba robando la alegría de la maternidad. Sabía que tenía que cambiar mis expectativas porque esos días siempre estarán allí. No puedo esperar a que mis hijos sean perfectos antes de poder disfrutar de la vida con ellos y simplemente disfrutarlos.
Entonces ¿qué estoy aprendiendo a esperar ahora? Esperar batallas todos los días. Y prepararme para luchar contra ellas bien, con las armas de gracia y verdad, no para “ganar” ni para “controlar” a mis hijos, sino por el bien de sus almas. Cambiar mis expectativas de la maternidad no ha rebajado nuestros estándares parentales ni ha cambiado los deseos que tengo para nuestros hijos. Pero ha cambiado la forma en que veo cada día y la forma en que manejo las dificultades cuando llegan. La frustración se sustituye con disciplina llena de gracia. La ira se sustituye con una nueva determinación de perseverar. Y las esperanzas rotas se sustituyen con un apego a la bondad y la soberanía de Dios.
La maternidad es un viaje de muchas cosas… un camino de alegrías y desafíos. Y para mí, se ha convertido en un viaje de expectativas.